Cuando ir al gimnasio no es suficiente

Un estilo de vida saludable incluye, entre muchos otros elementos, la realización de actividad física. Las campañas contra la obesidad a nivel mundial tienen la tendencia a apoyarse sobre dos ejes principales: dieta y ejercicio (actividad física).
La denominación de ejercicio y/o actividad física es a veces polémica entre los diferentes especialistas. Mientras que la actividad física es una actividad “vigorosa” que puede incluir caminar hacia el centro de trabajo, tomar las escaleras en lugar del elevador o hacer la limpieza de la casa. El ejercicio se concibe más por el lado de la realización de actividades kinestésicas diseñadas para ejercitar el sistema músculo–esquelético, como gimnasia, deportes o un entrenamiento funcional en un gimnasio. En cualquiera de sus dos concepciones, la actividad física aporta no sólo beneficios a la salud como mejor resistencia, fuerza, flexibilidad, prevención contra enfermedades crónico-degenerativas, etcétera. Está comprobado que realizar ejercicio genera endorfinas, que son las sustancias químicas cerebrales de la felicidad. En otras palabras, el ejercicio nos ayuda a relajarnos, a pensar mejor, a concentrarnos y a tener un sentido de logro cuando se van derribando los propios límites. Sin embargo, como la mayoría de hechos en la vida, todo exceso lleva inevitablemente a una condición desfavorable.
Para muchas personas, entrenar en su día a día se convierte en la única actividad más importante alrededor de la que gira toda su cotidianeidad. En muchas ocasiones esta obsesión y adicción al ejercicio viene acompañada de trastornos en la percepción de la imagen corporal. Entre estas distorsiones tenemos, por ejemplo, sentirse “obeso”, con musculatura poco definida, o con la necesidad de aumentar específicamente alguna parte del cuerpo en especial, en la mayoría de las mujeres se trata de la parte de las piernas y los glúteos, y en los hombres la zona de los pectorales y brazos. Esta distorsión de la propia imagen se acompaña de una constante insatisfacción y de expectativas irreales sobre la apariencia corporal. Acompañado de toda esta obsesión, se desarrolla un trastorno de la alimentación que intenta hipercontrolar todo lo que se ingiere y se siente usualmente culpa cuando no se come “lo que debe comer”. En una sociedad medicalizada, este trastorno ha sido clasificado como “vigorexia”. Sin embargo, debemos preguntarnos qué es lo que hay más allá de estas obsesiones posmodernas: ¿No será acaso el resultado de las sociedades individualizantes que depositan en la responsabilidad individual el éxito o fracaso personal? ¿Habrá por ahí algún elemento de cómo se hace culto a “cierta” apariencia física como reflejo de éxito personal, en contraparte al cuerpo obeso que suele ser estigmatizado socialmente? ¿Contribuirá nuestro pensamiento reduccionista de la alimentación a calorías y nutrimentos a una obsesión que crea insatisfacción y que, paradójicamente, resulta todo, menos sana?
El equilibrio es la palabra que resuena y se repite en todas estas cuestiones: alimentación equilibrada, actividad física equilibrada, pero en realidad: ¿qué es el equilibrio? ¿Será un número o un porcentaje como suelen calcular los nutriólogos? El estilo de vida equilibrado ha sido objeto de debates filosóficos desde los griegos, con muy diversas interpretaciones. Es una cuestión que va más allá de mediciones y/o estandarizaciones. Encontrar el equilibrio es parte de la búsqueda de toda una vida que, al final, se opone a los extremos donde la insatisfacción y la frustración se hacen presentes.
Publicado originalmente en El Economista