Las comidas callejeras y su aporte cultural
Tacos, tamales, tlacoyos, tlayudas... para algunos son ejemplos de la Dieta T, ese chascarrillo popularizado para designar el consumo de antojitos a los cuales se les atribuye una carga sanitaria, para muchos incluso, son los culpables de la situación de obesidad que se vive en el país. Pero además de esto, descubrimos que estos representantes de la comida callejera encierran toda una serie de lecturas que van más allá de lo que nos engorda o no nos engorda.
Imagine la Ciudad de México, o grandes urbes como Guadalajara, Monterrey, Puebla, etcétera, sin un solo puesto de tacos, sin un solo puesto callejero de tamales, ni de tortas. Mientras que hay a quienes este escenario les parece el ideal de una urbe “civilizada”, libre de puestos callejeros y por lo tanto libre de comercio informal, de clandestinidad y de problemas sanitarios, hay otras voces que reconocemos no sólo la complejidad de la función de las comidas callejeras en un contexto urbano, sino de su importancia en la identidad cultural de un país, de una región o incluso, de una ciudad.
Las comidas callejeras en México, contrario a lo que se pudiera creer, no son un invento reciente. Ya el cronista de la Nueva España Bernal Díaz del Castillo se sorprendía no sólo de la variedad de productos frescos que se vendían en el mercado de Tlatelolco, sino también de los platillos listos para comer. Durante mucho tiempo, desde la época colonial hasta los albores del siglo XX, comer comida callejera estaba asociado a los niveles socioeconómicos más bajos, aunque en la práctica todos los estratos sociales sucumbieran a los antojitos mexicanos. ¿Cómo olvidar la famosa canción de Tintán “Los agachados” en la que se recita casi a ritmo precursor de un hiphop mexicano todo el repertorio de lo que en aquel tiempo se comía en la vía pública? Recordemos que antaño se acostumbraba en muchos lugares, comer casi en cuclillas cerca del piso, puesto que anteriormente los comales y anafres de antojitos se colocaban a nivel del piso.
Hoy atestiguamos que la comida que en su esencia y origen era callejera, como los famosos antojitos, tan variados como regiones hay en nuestro país, no es solamente parte de la oferta culinaria de la vía pública, sino que es retomada y es reinterpretada por los grandes chefs no sólo de México sino también del mundo. Así comer un taco no es más un signo de pertenecer a un estrato popular: hoy comer un taco puede significar, por ejemplo, el estatus que confiere poder acceder a uno de los restaurantes más en boga de Copenhague, dirigido por una de las discípulas del mejor chef del mundo, que es precisamente, una taquería.
Y es que para tacos, parece que los mexicanos tenemos casi impregnado en el ADN que así como hay que tener un médico de confianza, hay que tener un taquero de confianza. El taquero de confianza resulta esencial, puesto que aunque no tengamos la certeza del manejo higiénico de los alimentos que haga, sabemos que ese taquero es el de confianza, el que nunca nos enferma. Y alrededor de todo esto, también existe toda una mitología de la mexicanidad dependiendo del “aguante” de nuestros estómagos. Así la venganza de Moctezuma es uno de los mitos más influyentes que involucra no sólo la comida, sino también ese marcaje de límites entre “nosotros” y el forastero.
Las comidas callejeras ofrecen todo un marcaje identitario y cultural, además de ser cuna de manifestaciones gastronómicas que son retomadas por las “altas” cocinas. El reto de hoy en día es poder hacer coexistir estas comidas con urbanidades mejor planeadas, garantizando los mínimos cuidados de inocuidad para el comensal. Y aún así, como muchas personas me lo han dicho en mis investigaciones: “el taco es el taco” y ningún taco sabe mejor cuando se da “patada al perro y mordida al taco”.
@Lillie_ML
Publicado originalmente en El Economista
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