Un romance de película: cine y alimentación
Ir al cine y comer palomitas, una relación que hoy en día pareciera un sine qua non que siempre hubiera existido. Pero no siempre ha sido así. La historia de las palomitas para ver películas también obedece a factores socioculturales. Le explico: cuando abrieron los primeros cines con películas mudas, la experiencia era privilegio exclusivo de aquellos que podían costear las caras entradas y que eran letrados para poder leer las letras en pantalla. Cuando se introduce el cine sonoro, ya no estaba sólo reservado a la clase letrada. Aunado a este fenómeno, las palomitas de maíz eran un alimento callejero. Poco a poco los vendedores callejeros se fueron instalando afuera de las salas de cine, con una afluencia cada vez mayor y de diferentes clases. En un inicio, las palomitas fueron un snack clandestino que incluso estaba prohibido en muchas de ellas. Poco a poco, los patrones de las salas fueron concediendo espacios de renta a los vendedores de palomitas en el lobby, hasta que fueron entendiendo que eran un gran negocio. Dejaron unas cuantas salas exclusivas sin acceso a palomitas y vieron con el tiempo que las salas que sí vendían palomitas eran las que producían más ganancias. Con la Segunda Guerra Mundial y el racionamiento de azúcar para dulces y refrescos, las palomitas resultaron el snack más rentable para vender en el cine. Y hoy en día, la venta de comida es el negocio principal de los cines, dejando muy abajo las utilidades por venta de entradas. Con este ejemplo vemos cómo la relación entre el contexto social y alimentos que creemos hoy en día como símbolos de una situación no siempre han existido.
Pero ¿qué me dice de las películas y la forma de retratar la alimentación? Pareciera que la alimentación en el cine en sí misma representa un subgénero que ha llamado la atención de investigadores. En este sentido, películas icónicas como Vatel, Como agua para chocolate, El festín de Babette, Chef, Ratatouille retratan en sí mismas todo lo que implica el vasto universo de preparar un alimento hasta su consumo: los símbolos que le damos a la comida, la importancia del placer, los lazos afectivos que depositamos en alimentos ligados a situaciones, la importancia de la comida para identificar a un grupo humano que comparte y cómo a partir de lo que comemos generamos inclusiones y exclusiones sociales.
Existe, sin embargo, otra área del cine y la relación con la alimentación, que me resulta fascinante y menos puesta en el reflector. Es aquella en la que una película no tiene un tema gastronómico per se, pero la comida resulta el vehículo perfecto para ilustrar relaciones humanas que se llevan a cabo. Un ejemplo de esto es cómo Quentin Tarantino utiliza siempre la comida para ilustrar relaciones de poder: desde un nazi comiendo lo que parece el strudel de manzana perfecto mientras habla con una judía encubierta en Inglorious Basterds, hasta dos matones a sueldo discutiendo en un diálogo inicial de Pulp Fiction la diferencia cultural de la denominación de una hamburguesa en Francia y Estados Unidos. El padre del suspenso, Alfred Hitchcock, era consciente del poder de la comida para suscitar emociones, tanto que en Suspicion, donde una rica heredera sospecha de que su esposo la quiere asesinar, y toda la tensión, enfoque de cámara y suspenso se depositan con maestría en un simple vaso de leche. ¿Qué me dice del desayuno de campeones de Rocky? Todos recordamos escenas de diálogos en el cine, donde generalmente la familia o un grupo social se encuentran sentados a la mesa. Es la circunstancia más poderosa para ilustrar los vínculos sociales que se establecen entre los personajes.
Cuando el cine pretende ser un reflejo de la realidad, invariablemente la realidad supera a la ficción. La próxima vez que vea una película donde se involucre comida, eche una mirada crítica, y verá que detrás de ese bocado, se esconde toda una serie de simbolismos.
Twitter: @Lillie_ML
Publicado originalmente en El Economista
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