La política hasta en la sopa (literal y metafóricamente)
Cuando hablamos de la relación entre alimentación y política, solemos pensar en las grandes tendencias y políticas públicas que determinan muchas cosas que ponemos en nuestra mesa diario. La política y la alimentación han estado ligadas históricamente, no sólo a nivel macro, sino también en las relaciones cotidianas que emprendemos alrededor de la mesa.
Año 2007, en algún lugar de los Pirineos franceses. Típica cena casual campestre de verano, en una terraza de campo, con buen vino y comida casera. Invitados franceses en su mayoría y una servidora estamos en una tertulia. Se debate, como uno de los deportes favoritos franceses, acerca de la vida política y social. La segunda vuelta de la elección presidencial entre Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal se acerca y, con el ánimo de continuar la velada, viniendo de un contexto mexicano e imaginando que se trata de un grupo más o menos homogéneo en ideología política por tener entre ellos lazos de parentesco, se me ocurre preguntar: ¿Y ustedes, por quién van a votar? Silencio sepulcral en la mesa, seguido de un: “Aquí, generalmente no se dice por quién va a votar uno, ya que el voto es algo íntimo y secreto”. Choque cultural y lección aprendida. En ese momento recuerdo una máxima de abuelita mexicana: en la mesa, nada de política ni de religión.
Año 2012, Ciudad de México. En el año de elecciones presidenciales, conduzco una investigación de alimentación de los habitantes de la Ciudad de México. Para mi sorpresa, en una investigación sobre alimentación más de la mitad de las personas con las que me entrevisto dejan entrever quién es su candidato preferido para las elecciones. Llama mi atención la soltura con la que las personas opinan sobre los candidatos, contrario al caso francés. Lo que es común es que la política a la hora de comer o en la sobremesa levanta pasiones y difícilmente deja indiferente a cualquiera.
La relación entre comida y política ha existido siempre. Por ejemplo, en la Grecia antigua el estatus que confería la ciudadanía a un individuo era el hecho de poder participar en los banquetes públicos. El término evergetismo, que se usa para describir aquellas prácticas en las que una persona paga por un bien para su uso y disfrute público con el fin de tener prestigio político, es otro de los ejemplos de la relación con la alimentación. Era común en la antigua Roma ofrecer grandes banquetes públicos con el fin de obtener el favor político y el prestigio entre las masas. ¿Le suenan las grandes fiestas patronales organizadas por ayuntamientos en rincones de México?
Analizando esa máxima de dejar temas políticos de lado al sentarse a la mesa, esa idealización de compartir el pan y el vino no tendría por qué ser enturbiada con temas polémicos que podrían causar desacuerdo y hasta indigestión entre los comensales. Los mexicanos solemos dar por sentada la relación entre política y alimentación sin reparar en sus manifestaciones más ínfimas. Desde la omnipresente torta en mítines políticos para los acarreados, hasta la difusión e interés que generan los banquetes presidenciales desde épocas porfirianas, no sólo como el epítome del despilfarro, sino como un signo de la comida aspiracional que rige la época.
¿Usted cuántas veces se ha visto obligado a asistir a una comida o a una cena porque va a ir su jefe? ¿Se comporta como con un amigo o colega? ¿No es esto preservar un vínculo político? Las comidas en este contexto juegan un rol primordial en la vida profesional de muchas personas en México. La política, hasta en las más mínimas acciones cotidianas, como la comida, revela nuestra responsabilidad como ciudadanos para participar activamente en la vida del país, no con afiliación a algún partido, pero entendiendo que la política es uno de los ejes importantes de la vida social.
Publicado originalmente en El Economista
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