La moralidad de la comida familiar

Las comidas familiares en México y en muchos países del mundo simbolizan, en diferentes formas, una idealización de la armonía y unión doméstica. En la televisión norteamericana de los años 50, por ejemplo, era común encontrar representaciones del momento de la comida familiar como el lugar de encuentro y discusión de los sucesos importantes en la vida de los personajes.
En México, las comidas familiares suelen estar popularmente asociadas con tertulias masivas donde la familia extendida participa de diferentes maneras; hay viandas, personas y conversaciones de todo tipo. Sin embargo, las comidas familiares cotidianas suelen estar desprovistas de esta mitificación de la “unión familiar” (tan ambiguo como pueda resultar este término) y representan, entre muchas cosas, un sitio cultural para entender algunas de nuestras principales preocupaciones y relaciones con la comida. Voces alarmistas alertan sobre la pérdida de la comida familiar, pero diferentes estudios revelan que si bien la vida cotidiana dificulta las comidas con todos los integrantes de una unidad doméstica, las personas generamos estrategias para compartir ocasiones con la familia, haciendo de éstas algo más festivo y fuera de lo ordinario.
Paradójicamente, la importancia que se le da a las comidas en familia puede generar tensiones. Una señora estadounidense me comentaba la angustia que le generaba que en su casa ya no cenaban juntos ella, su esposo y sus dos hijos adolescentes, en parte, por la diferencia de horarios, y cómo eso la hacía sentir como white trash o redneck (algo así como un naco), según sus propios términos, al provenir ella de una familia burguesa protestante conservadora norteamericana.
El pasaje me hizo recordar las conclusiones de la antropóloga Elinor Ochs, quien explica cómo en Estados Unidos las comidas familiares cotidianas sirven para moralizar a los niños acerca de los modales en la mesa y de cómo conducirse ante el mundo y en cierta forma, que toda transgresión merece un castigo. Es contrastante cómo, por ejemplo, en familias norteamericanas el consumo de verduras y acabar con todo lo que hay en el plato se negocia con la promesa de un postre. En culturas como la italiana no se espera que los niños terminen todo lo que hay en el plato y el postre simplemente no se considera moneda de negociación.
En estos tiempos, todo mundo se siente juez alimentario. Una madre de dos niños posteó en Facebook una foto del platillo que los pequeños rechazaron: era una pasta teñida en un color entre morado y negro, por la berenjena que llevaba. No se hicieron esperar los comentarios de madres mencionando cómo sus hijos sí comían todo lo que les daban por haber vivido en diferentes partes del mundo y de escrutinio a la presentación del platillo (que en mi opinión no se veía desagradable). Lo que llama la atención aquí es que el juicio sobre comer o no comer va más allá. Es como si las madres con niños que comen todas las verduras fueran mejores madres que las de aquellos que rechazan un alimento en particular. Como si esos niños que “comen de todo” fueran moralmente superiores. Evidentemente, la exposición a diferentes alimentos y predicar con el ejemplo hace que estas etapas sean superadas y no se conviertan en un trastorno de la conducta alimentaria.
El punto es dejar de sentirse culpables por que la comida familiar no sea siempre el escenario ejemplar que reúna los criterios nutricionales, culinarios, económicos y sociales perfectos. Empecemos por disfrutar de lo que se sirve sin poner tantos juicios sobre la moralidad de lo que comemos y sobre quienes lo preparan.
Publicado originalmente en El Economista