Lucha contra la obesidad: ¿en qué hemos fallado?
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Punto y como

Lucha contra la obesidad: ¿en qué hemos fallado?

En días pasados, la secretaría de Salud, Mercedes Juan, advertía que se requerirían 30 años para revertir la tendencia de sobrepeso y obesidad en los niños mexicanos. Habría que preguntarse si la estrategia contra la obesidad en años recientes ha dado resultados tangibles. La estrategia nacional definida por la Secretaría de Salud se basa en tres pilares: salud pública, atención médica y regulación sanitaria y fiscal.


Por un lado, tenemos esta estrategia tan “perfectamente” delimitada prácticamente a uno o dos sectores; mientras que alrededor de todo el mundo, una gran parte de la comunidad científica reconoce que la comprensión del fenómeno desde sus mecanismos genéticos, fisiológicos, económicos, psicológicos, económicos, sociales y culturales aún resulta insuficiente. Al analizar la estrategia, uno podría darse cuenta de que las acciones encaminadas a la disminución de la obesidad requieren algo más que recomendaciones dietéticas y promoción de la actividad física.


Si la obesidad fuera un fenómeno unidimensional, las campañas de educación en salud y nutrición llevadas a cabo por diversos ministerios de salud en todo el mundo hubieran ya surtido un efecto considerable y sostenido. Entonces, ¿cuál es el eslabón perdido en la lucha contra la obesidad? Aun más, ¿estamos acaso luchando contra la obesidad o sólo tomando acciones que parchen el hoyo?


Hasta hace unas décadas, la política
pública en salud no se caracterizaba por
la prevención. Cómo explicar que en un
país de millones de habitantes, coexistan personas que viven con hambre y en condiciones de pobreza, que hace unos años las clases más desfavorecidas padecían desnutrición y hoy en día padecen obesidad. ¿Será la obesidad por sí misma la que nos está arruinando la vida? ¿No será que la obesidad y el hambre son extremos del mismo mal de una continua disfuncionalidad alimentaria?

Cuando entendamos la condición de las personas obesas como un problema multifactorial y multicausal, entenderemos que no sólo la participación del sector salud es necesaria. Se requieren acciones coordinadas intersectoriales para delimitar una verdadera política pública encaminada no a disminuir las prevalencias de obesidad, pero a asegurar el bienestar de los mexicanos.


La obesidad no es un problema exclusivo de genes —éstos, cuando mucho, influyen hasta 30% en el desarrollo
de la condición según la OMS—, tampoco un problema exclusivo del gasto
y consumo energético —las personas comemos no sólo por hambre, comemos también porque festejamos, negociamos, por establecer vínculos, por alegría, por tristeza, porque los demás comen o no comen...—. El combate a la obesidad no puede resumirse a una cuestión de impuesto, a desincentivar un consumo determinado; debe incluir el apoyo a la investigación para entender el comportamiento de las elecciones, de la creación de hábitos de las personas en nuestro propio contexto sociocultural.


El combate a la obesidad es garantizar las condiciones favorables para el buen desarrollo físico y mental de la población; crear las condiciones adecuadas para que la comida que una persona procure a sí misma y a su familia, le provea bienestar que involucre algo más que una buena nutrición; ofrecer espacios públicos con condiciones para que una persona pueda salir a hacer actividad física con amplia confianza. Es que se provean las condiciones de transporte ideales para desincentivar el uso de su majestad el automóvil. Es prevención desde las más tempranas edades, con programas que fomenten no sólo la buena nutrición sino las relaciones sanas con la comida, con la satisfacción y la felicidad personal, así como con valores sociales de convivencia. La lista de acciones se antoja interminable y utópica, pero por algún punto tenemos que empezar.


Por un lado, se asume que si se “educa” al ciudadano acerca de buenos hábitos alimenticios, éstos automáticamente serán implementados en su vida cotidiana como por ósmosis como acto racional y calculado, pero por el otro, se asume que este mismo ciudadano es incapaz de hacer elecciones de vida saludables; se requiere de una política paternalista que promueva el impuesto para desincentivar el consumo de ciertos productos, que dicho sea de paso, ya están establecidos como hábito.


Habría que replantear, pues, no sólo la coherencia del papel del Estado, sino la participación de las diversas instancias sectoriales hacia la promoción del bienestar. Sin perder de vista la fotografía global completa, existen algunos zooms que aún no hemos considerado, y que en este espacio iremos abordando.


Liliana Martínez Lomelí es doctorante en Sociología por L’École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, Gastronauta, food hunter, cocinera por afición, investigadora por vocación.


Publicado originalmente en El Economista

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